En estos momentos, cuando vivimos con zozobra el desarrollo de un conflicto bélico de incalculable consecuencias para la humanidad, la Gran Logia de Canarias cree conveniente extractar y recordar un capítulo de la obra del Hermano Vicente Hernández Gil (O.·.E.·.), «Masonería, ética racionalisa e Ilustración.
La Ira (en latín Ira) puede ser descrita como un sentimiento no ordenado ni controlado, de odio y enfado, que puede manifestarse como, una negación vehemente de la verdad, tanto hacia los demás, como hacia uno mismo; impaciencia con los procedimientos de la ley y el deseo de venganza fuera del trabajo del sistema judicial (llevando a ejercer la justicia por propia mano); fanatismo en creencias políticas y religiosas, generalmente deseando hacer mal a otros. Aquí se incluye también el odio y la intolerancia por razones de raza o religión, que lleva a la discriminación. Entre las más serias transgresiones, derivadas de la ira, están el homicidio, el asalto, la discriminación, y en casos extremos el genocidio. La ira es el único pecado que no necesariamente se relaciona con el egoísmo y el interés personal (aunque se puede tener ira por egoísmo, como es el caso de los celos). Es interesante observar que Dante define la ira como el amor por la justicia pervertido por la venganza y el resentimiento. La ira es un apetito desordenado de venganza “Appetitus inordinatus vindictae”, que existe en nosotros, por alguna ofensa real o supuesta.
Se requiere, por consiguiente, para que la ira sea pecado capital, que el apetito de venganza sea desordenado, es decir, contrario a la razón. Si no entraña este desorden no será imputado como pecado. De esto último se desprende que habría una ira “buena o laudable” si no excede los límites de una prudente moderación y tiene como fin suprimir el mal y restablecer el bien. Cuando se desea el castigo al que no lo merece, o si se le desea mayor al merecido, o que se le infrinja sin observar el orden legítimo, o sin proponerse el fin debido que es la conservación de la justicia y la corrección del culpable. El apetito de venganza es desordenado o contrario a la razón, y por consiguiente, la ira es pecado. Hay también pecado en la aplicación de la venganza, aunque sea legítima, cuando es excesiva e inmoderada, arrastrada por la pasión. De esta manera, la ira es pecado gravísimo, porque vulnera la caridad y la justicia. Son hijos de la ira, el maquiavelismo, el clamor, la indignación, la contumelia, la blasfemia y la riña.
De lo anterior se desprende, que la ira es el uso de una fuerza directa o verbal que transgrede los límites de la legítima restitución de un bien ofendido. La violencia, entendida como el uso de la fuerza, si es desmedida, es claramente una anulación del otro. En el asesinato, que no corresponde a la legítima defensa, se pretende evidentemente la nadificación del otro. En el lenguaje, mediante la ofensa o el improperio, encontramos también el deseo de perjuicio e incluso de nulidad del otro. La ira se convierte en pecado gravísimo cuando nuestro instinto de destrucción sobrepasa toda moderación racional y desbordando todo límite dictado por una justa sentencia, se desea solo la inexistencia del prójimo.
Importante es hacer notar que el uso de la fuerza contra el prójimo no siempre es mala moral. Debe ser entendida como un mal menor, si el fin por el cual se realiza no es solo la anulación del otro sino que persigue fines legítimos como la conservación de la vida propia o de terceros. Tal es el caso de la guerra legítima que procura evitar la propia muerte o la privación de la legítima libertad, a manos de un invasor, la legítima defensa. El uso de la fuerza se justifica también cuando se procura, con esto el bien del otro, evitando así un daño mayor que el dolor que se infringe.
Fuente: «Masonería, etica racionalista e Ilustración» de Vicente Hernández Gil, editorial masonica.es
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