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La discreta Orden.

El secreto fue uno de los pilares sobre el cual se construyó el edificio moral e ideológico de la masonería. Nació, al principio, como una necesidad de protección; tiene mucho de mito; en algunas ocasiones, las menos, se corresponde con una virtud y, las más de las veces, traduce simplemente el silencio cómplice que suele coronar la ignorancia o la inacción que impera dentro de los talleres.

Cuando los maestros no saben que responder, el secreto acude oportunamente para salvar la situación, encubriendo lastimosas carencias bajo el manto sagrado del deber del silencio. Este es el rostro vulgar y penoso que se ve de la masonería, que refleja la realidad de un alto porcentaje de sus filas, y que no se puede negar.

Pero la vulgarización, al ser como es un imponderable de toda obra humana, no descalifica ni niega la validez de la masonería como escuela y herramienta de elevación moral e intelectual, simplemente la humaniza.

Como todas las herramientas, la discreta virtud del secretismo, tiene tres caras: la positiva y negativa, que se corresponden con los polos magnéticos de una categorización axiológica; y la tercera, la que muestra el rostro objetivo y descarnado de la Orden en su manifestación real en el mundo.

En un principio el ocultamiento de la filiación, la ubicación del templo, los rituales y los símbolos se imponía como una obligación, por dos motivos principales: uno, porque la actividad y los temas tratados por la Orden siempre fueron demasiado heterodoxos o esotéricos como para recibir la aceptación o la comprensión de los profanos, siendo éste un factor de incubación estética; y dos, porque muchos de los talleres y hermanos encubrían -bajo el ritual- sus actividades políticas y conspiraciones, valiéndose para ello del resguardo de una sociedad secreta que, en este caso, sí cumplía cabalmente una función concreta y efectiva; elemento que proviene de su dimensión práctica-política.

La significación de los principios, desde la perspectiva de su devenir histórico, corren el mismo albur que sus creadores; evolucionan, se desgastan, cambian, asumiendo un coloquio siempre interactivo con el ser humano. Es por esta razón que los dogmas nunca podrían entrañar auténticas verdades. Porque las verdades son fuerzas elásticas que acompañan la naturaleza evolutiva del hombre, y son imposibles de envasar dentro de petrificadas ideas dogmáticas.

La verdad, al igual que sus portadores humanos, son vectores en medio del campo de fuerza de la existencia.

El tiempo -en su transcurrir- y la tecnología confirman esta tesis. Hace rato que los rituales, los símbolos, el interior de los templos, sus ubicaciones, las palabras de pase, los toques y los grados con sus leyendas circulan con absoluta libertad en la red global del internet. Están al alcance de cualquiera y de todos.

La muralla del secreto masónico fue derrumbada en prácticamente toda su extensión. Producto de la omnipresencia de los ojos espías de la tecnología, lo que antes era un deber y un juramento que podía cumplirse, si se era fiel, ahora es un privilegio muy difícil de conseguir.

Si todo, o casi todo, ya está expuesto a la luz pública; entonces ¿qué queda por resguardar? ¿qué función darle al antiguo código del secreto masónico? ¿Todavía se justifica seguir jurando y exigiendo un secreto que ya no es tal? ¿Por qué, para qué y cómo hacerlo?

El aggiornamiento no tardó en ponerse en práctica. La serena y conveniente conversión del secreto masónico, en una postura moral más afín a la práctica de las virtudes de la prudencia y la discreción, es una respuesta muy digna y cuya adscripción genera mucha simpatía, así como la esperanza de continuar transitando el camino del Arte Real por sus viejas sendas, pero con renovadas y más pulidas herramientas e inspiraciones.

Para tener una referencia normativa, no se observa ninguna disposición concreta respecto al deber de secreto, dentro de las Constituciones de Anderson de 1723, pero sin embargo, en el Capítulo de los Deberes, se establece una regla muy bien elaborada, que no tiene desperdicio: “Será muy cauto en palabras y comportamiento, a fin de que el más sagaz profano no logre descubrir ni penetrar lo que no conviene revelar; y a veces será preciso dar otro giro a la conversación, y proceder prudentemente en honor de la venerable Fraternidad».

El secreto, como norma de vida masónica, siempre será una herramienta de conducta eficaz si la entendemos, tal como lo previeron Anderson y Desagulliers, callando lo “que no conviene revelar”; ser cautos en lo que decimos y hacemos; y proceder siempre con prudencia para preservar y no mancillar el honor. Más allá de estas bellas y sabias recomendaciones, el secreto masónico, o cualquier secreto entraría en el campo de las entelequias, pierde su sentido y su eficacia.

Finalmente, la bondad o la inconveniencia del secreto, se pone a prueba y se justifica con cada proyecto y cada acto que ejecutamos, dentro y fuera del templo. El secreto es como la noche, sus sombras obscuras acompañan y ayudan al éxito de muchas empresas, que se frustrarían si fuesen heridas por la luz del día. Ni bueno ni malo. La luz y la obscuridad son igualmente buenas o perversas. Lo que dignifica el uso del secreto solo se revela dentro del propósito de cada alma, de cada masón; es más una responsabilidad que un principio o una norma. No es un bien genérico, es una virtud -¿o actitud?- individual que honra o incrimina a la persona.

Autor: Sanat Kumara (n.·.s.·.), m.·.m.·. perteneciente a la Gran Logia de Libres y Aceptados Masones del Paraguay (1)

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